lunes, 23 de marzo de 2009
viernes, 20 de marzo de 2009
viernes, 6 de marzo de 2009
miércoles, 4 de marzo de 2009
Jim
Pensando en muchos de mis actuales compañeros, ya de una generación que no es la mía, me maravillo ante las diferencias que veo entre ellos y yo. Más jóvenes, más centrados en sí mismos, con pocos atisbos sociales, para nada interesados en algo que no suponga el medrar aquí y ahora. Vamos, todo lo contrario de lo que mínimamente me pueda atraer. En esta generación ya nadie habla de "trepas", igual que nadie habla de "capitalismo": no se habla de lo evidente, igual que no se habla del oxígeno.
Bueno, en estas reflexiones misantrópicas estaba cuando me he acordado de uno de mis primeros compañeros; fue el primer año que trabajé. Su nombre era Jim y él también trabajaba por primera vez; para empezar lo hicimos en un colegio para "chicos malos". Algo nada fácil. De aquella experiencia sólo comentar que la dificultad creciente del trabajo hizo que Jim y yo sustituyéramos la pinta de cerveza negra de los viernes por tres pintas al día.
Entre pinta y pinta de London Pride (Guiness is for tourists!) charlamos de muchas cosas y me dio tiempo a conocerlo bien. Era un tipo cauteloso y bastante especial. Llevaba corbatas de las charity shops y pantalones sin bolsillos de un curso que hizo para croupier.
Evitábamos hablar sobre lo que veíamos cada día pero entre anécdota y anécdota se colaban los efectos de aquel trabajo estaba teniendo en nuestras vidas. Le comenté que desde entonces me había acostumbrado a ver en cualquier objeto un arma potencial, algo digno de ser lanzado hacia nosotros, ya fuera una piedra en el suelo, un trozo de cartón o una revista olvidada. Jim me confesó que se había acostumbrado, por su parte, a no darle la espalda a nadie que estuviera menos de dos metros. Pero sobre todo, lo más molesto era aquella sensación que los dos habíamos adquirido de que todo iba a romperse, a resquebrajarse, a que los cristales se astillarían, caerían al suelo y en nuestra anticipación los veíamos utilizarse para cortar nudillos y escribir amenazas sobre paredes.
Como en toda experiencia extrema y a falta de experiencia castrense Jim fue mi doppelgänger. Alguien que convirtió el monólogo en diálogo; por él supe que aquello que estaba viviendo era real. Fueron muchas las horas de charloteo en las que me acostumbré a su inglés cockney y él al mío parcheado.
Fue en una de estas, creo que el viernes anterior a una Semana Santa, cuando todos los profesores del centro se habían ido a celebrar el fin de trimestre a un pub con vistas al río. Jim y yo sin decir palabra nos metimos en el De Burgh Arms, un pub de barrio contiguo a la estación de tren.
Aquel día festejábamos las dos semanas por delante en las que intentaríamos recuperar algo de cordura. Estábamos de buen humor y Jim empezó a hablarme de su infancia. Hablaba de las pocas veces que estrenó zapatillas de deporte y de cómo se veía obligado a pasear por el barro en el camino al colegio para que no se notasen que eran nuevas.
Escuché aquello y me vi a mí mismo haciendo lo propio a tres mil kilómetros de distancia, paseando por descampados y por edificios a medio construir, para llegar con las botas llenas de polvo al colegio. Dudo que mis actuales compañeros hayan hecho algo así alguna vez.
Cuando le confesé a Jim que yo también había hecho aquello, se quedó pensando y levantando la pinta me preguntó si quería ser su padrino de boda. ¿Cómo negarse?
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