Intento decir algo sobre mi último viaje
a manera de resumen
pero no me veo hablando de los murales de Belfast,
ni de las mil tonalidades verdes de Donegal;
igualmente tampoco me veo como cronista de las
extrañas islas de Aran.
Si tengo que seleccionar un momento
quizás sea uno muy atípico,
aquel en que descubrí
el estudio de Bacon.
El estudio de Bacon, trasplantado al centro de
Dublín, y resguardado en un pequeño
y delicioso museo
me recordó esos templos egipcios
que trajeron a Occidente
piedra a piedra
antes de la construcción
de la presa de Aswan.
Me quedé fascinado no sólo
con la inmensidad y el caos de Bacon
sino también con la paciencia con
que habían sido trasladadas
las pinceladas,
con que había sido reproducido
el riguroso
desorden de los objetos.
Como se suele decir ahora
me recreé con esa impostura,
con esa vida encapsulada y reproducida,
y sobre todo disfruté
viendo que pese a todo,
aquello respiraba vida, genialidad;
ese sentimiento que me hace levantarme
y dar dentelladas contra la normalidad,
ese sentimiento, cada vez más
difícil de encontrar ante la domesticación de los
instintos.
Me sentí joven otra vez.
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